jueves, 15 de abril de 2010

PEDERASTIA Y DOMINIO


Edvard Mund -El grito 1910


Cito la frase del secretario de Estado del Vaticano, Tarcisio Bertone: «Muchos psicólogos han demostrado que no hay relación entre celibato y pederastia, y muchos otros han demostrado y me han dicho que hay relación entre homosexualidad y pederastia”. Sobre esta última afirmación “hay relación entre homosexualidad y pederastia”, estoy seguro que ya se cuidarán de rebatirla los técnicos, las redes sociales y los medios de información. A mi me interesa la primera parte de la frase, “que no hay relación entre celibato y pederastia”.

Si bien el celibato como elección libre y personal es un ideal en el Nuevo Testamento, en la Tradición Apostólica y en los siglos del eremitismo y del monacato y se elegía libremente por amor al Reino de los cielos, el matrimonio de los sacerdotes era admitido siempre que se respetase el hecho de que no pasasen los bienes de la Iglesia a manos de la esposa e hijos. Así, era regulado constantemente con normas disciplinarias de la Iglesia, como fue el caso, en España, del Concilio de Elvira a principios del S. IV, al que asistió el obispo Osio de Córdoba. Sí, el celibato sacerdotal hasta el S. X, no se tenía como requisito necesario sino como libre elección.

Fue en el S. XI con Gregorio VII (1073-1085), dentro de las reformas de la Iglesia, que lo convirtió en necesidad legal y obligatoria para los eclesiásticos en el Concilio de Roma (1074). El celibato sacerdotal sería el signo distintivo de la independencia y de la autoridad papal romana frente a las monarquías de su época y de las Iglesias nacionales. No obstante, como el clero se casase igualmente, en 1095, el Papa Urbano II siguiendo la línea estricta de Gregorio VII adoptó medidas contra la familia de los clérigos casados.

Los concilios de Letrán dentro del dominio papal de Roma, serán quienes irán poniendo el bocado y dominando las riendas del celibato en los sacerdotes y, en la misma medida, el celibato irá perdiendo poco a poco el sentido de “regalo de Dios” para convertirse en “Conditio sine non” para el clero. Así, el II Concilio de Letrán (1123) con Calixto II, declara ilegales y no válidos los matrimonios de los clérigos y el III Concilio Letrán (1179) con Alejandro III, decretará que nadie puede ser ordenado si no es para una Iglesia que lo demande por el beneficium (salario), como garantía del sustento de sus contratados y que gestionará la propia Iglesia. Con ello se asegura la exclusividad en el nombramiento y control del clero. Normas que confirmará todavía más el Concilio de Trento (1545-1563). En él se colocarán las ojeras al caballo del celibato, creándose los seminarios diocesanos que pautarán la vida y formación sacerdotal, al tiempo que pontificará que la virginidad es siempre superior al matrimonio.

De esta forma, cuando el celibato debiera ser abolido como respuesta a la Reforma protestante, se establece el ideario de la reforma gregoriana como forma definitiva para conseguir una masa propia de liberados eclesiásticos y religiosos al servicio del papado bajo la administración de las diócesis y de las congregaciones religiosas. A partir de entonces, podrá cubrirse con el silencio y con indemnizaciones millonarias los problemas del gremio antes que dejar el poder sobre esa multitud a las órdenes del papa.

Como dirá el teólogo Hans Küng, el celibato impuesto y obligatorio no es sagrado ni siquiera dichoso, es perverso y desdichado ya que excluye, por su disposición a casarse, a numerables sacerdotes. Además puede conducir a cualquier vicio sexual solapado o manifiesto ya que en este caso, la sexualidad con elementos de déficit en el desarrollo psicológico del individuo podrá convertirse en tabú, que en el caso de los sacerdotes suele manifestarse después de la ordenación. Entonces, al célibe ninguna sublimación de la realidad, como “la belleza entendida como esplendor de la verdad” y el “celibato como entrega total a Dios”, podrá ser suficiente en su cotidiano vivir, para que pueda caer sobre desprotegidos y satisfacer lo que le falta a la debilidad de sus posibles comportamientos.

En la actualidad, no se trata de no haber sabido gestionar los casos ocurridos, de ordenar inspecciones a las diócesis y seminarios con casos de pederastia y buscar procedimientos adecuados para la idoneidad de los candidatos al sacerdocio o a la vida religiosa. Tampoco se trata sólo de sentir vergüenza, remordimiento y pedir perdón ya que en esto no hay grandeza pues, la grandeza sólo la tiene el indefenso que sea capaz de perdonar.

No es suficiente divagar entorno a una sociedad que es anticlerical, se ha secularizado y es reacia a la tradición católica. Es verdad que la pederastia no es problema específico de la Iglesia. Pero ante este hecho, al que se debe responder ante Dios y los tribunales civiles, lo importante también para la Iglesia es el deber de contestar a preguntas fundamentales y revisar una estructura que debería cambiar radicalmente, porque el silencio y el dinero no serán capaces de acallar lo que emerge.